Algo que solemos hacer a menudo, padres, madre, tíos, e incluso entre
amigos, es aquello que en el ámbito profesional algunos psicólogos llamamos etiquetar a una persona.
¿Qué es una etiqueta? Es como
coger un papel, escribir un adjetivo, y
pegárselo en la frente al otro cuando se lo otorgamos verbalmente: Patoso,
torpe, desordenado...
Obviamente, no le adherimos el
papel en la frente, pero se lo colgamos en el inconsciente cuando se lo hemos
repetido varias veces. De tal forma que a modo de espejo, con su comportamiento
reflejará aquello que cree ser. Si cree que es torpe, manifestará con los demás
que lo es, y lo tratarán como tal. Quedando la etiqueta finalmente esculpida en
su personalidad.
Y lo que puede haber empezado siendo un tropiezo o un descuido, puede
convertirse en parte de su identidad, “sin querer”
Cuando le adjudicamos al niño una etiqueta, limitamos nuestra visión, nos
perdemos parte de su persona, de su esencia, de su ser. Perdemos la oportunidad
de seguir explorando esa cualidad que hemos etiquetado, y que siendo explorada
podría derivar en una gran virtud.
Una madre me dijo:
Es que mi hija es pava
Pregunté: ¿Qué te hace pensar
que es pava? ; ¿Cómo ves que lo es?
Su tranquilidad me saca de
quicio.
Contestó.
Quizás en un futuro, pueda ser
una gran cirujana, o una gran escultora. Se me ocurrió a mí.
Contaré un cuento de Jorge
Bucay para reflejar como puede influir una etiqueta en nosotros desde
que somos niños, hasta la adultez:
Cuando yo era chico me encantaban los
circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales, me llamaba la
atención el elefante. Durante la función hacía despliegue de su peso, tamaño y fuerza descomunal... pero
después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el
elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus
patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado
unos centímetros en la tierra. Y
aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de
arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad,
arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía
confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces por el misterio del
elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapa porque estaba
amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia:
–Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan?
No recuerdo haber recibido ninguna
respuesta coherente.
Hace algunos años descubrí que por suerte
para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta:
El
elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde
que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño
recién nacido sujeto a la estaca.
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo.
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo.
La estaca era ciertamente muy fuerte para
él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a probar, y
también al otro y al que le seguía...Hasta que un día, un terrible día para su
historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso, que vemos
en el circo, no escapa porque, cree pobre, que NO PUEDE.
Él tiene
registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió
poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a
cuestionar seriamente ese registro.
Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
Vamos por
el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad...
Así
como el elefante creía que no era fuerte, un niños al que hemos etiquetado con
cualquier adjetivo, ya sea torpe, malo para los deportes, poco inteligente, así
lo creerá, y llámese cadena, llámese palabras, llámese actitudes que tenemos
con ellos, formarán parte de su experiencia.
Una
de las formas en la que los adultos podemos contribuir a que no arrastren
cadenas, es observar y poner atención al lenguaje que empleamos para dirigirnos
a los más pequeños.
No construyamos cadenas,
cosamos alas, alas en forma de corazón…
Coser requiere atención
plena, paciencia, presencia, conocimiento y amor…